Competir ha sido el fundamento de nuestra civilización. Después de miles de años de competencia se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que la competencia es destructiva. Competir implica dos personas que luchan por el mismo objeto. Uno lo consigue y otro no. Uno gana y otro pierde. Lo vemos en lo educativo, lo económico, lo social y la religión. La competencia y la agresión son inherentes. Es la eterna lucha por trepar, escalar niveles y experimentar la ilusión que el ganador es mejor que los demás. La competencia como modelo siempre es excluyente, no tiene límites, y si los hubiera, son considerados como obstáculos porque lo único importante es el interés personal y el afán de ganar. En la competencia no hay escala de valores sino escala de resultados. La empatía por la necesidad de los demás sobra y las consecuencias de la exclusión carecen de importancia. Nosotros competimos porque sentimos que si no compitiéramos, nos estancaríamos. Pero esa es una idea especulativa, no es un hecho real. Los tiempos que estamos viviendo requieren de cooperación no de competencia. De buscar equidad en atender las necesidades de pan, abrigo y refugio de la gran mayoría que no lo tienen. Los resultados de la competencia están a la vista pobreza, división y sufrimiento.

Arturo Archila / Psicólogo Clínico