No más prisas.  De pronto se aprende que andar apurado no ayuda a nadie; antes bien, lo desgasta.  Es duro sostener el mundo con libras adicionales de urgencia.  Pero, ¿es posible que hoy en día un hombre que se jacte de productivo no tenga prisa?  Una persona que presume su importante se angustia, corre, maximiza, acelera, desplaza su vida hasta el final de una meta para iniciar, en pronto, otra carrera. Le falta sensibilidad para llorar, pero cuando lo hace, llora de impaciencia.        “Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas, pero pocas son necesarias, o más bien una  sola”   (Jesucristo, en tinta de Lucas 10:41).  Para estar consigo mismo no hay distancia ni tiempo conocido, pero en el olvido de sí mismo, todo lo demás nos parece urgente; no obstante, lo cercano es lo que somos y la resolución de lo que somos es lo urgente, pero, sin apuro.  Si la soledad y el silencio depositan en nosotros mares de vida, la suprema quietud también sabe hacerlo.  La determinación de soltar la prisa no es cuestión de edad ni método, sino de aprender a ver y escuchar la totalidad con genuina libertad y menos agonía.

Hay demencia en la plusvalía del ser humano con prisa; su locura es no comprender que no hay tiempo para estar apurado, que el tiempo es el enemigo, la cárcel psicológica de cual hay que liberarse.  Puede ser que un organizador pragmático nos dé finalmente la felicidad y la justicia, (algo, por supuesto, en lo que no creo) pero hay que tener claro que para ganar humanidad no se requiere prisa, sino atención completa e inmediata.  Aun cuando el alma del ser humano fragmentado reclama urgentemente su sitio, es en la acción de ver sin condena y con profundo interés que se descubre que no hay sitio más allá del propio cerebro, y que cuando cesa la expectativa es cuando la mente y el corazón están en quietud y silencio.

Arturo Archila/Psicólogo Clínico